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La muerte de Isabel Barva, primera difunta en Santa Lucía

Pocas mujeres se habían aventurado a trasladarse al Nuevo Mundo y sus nombres ni siquiera aparecían en las listas de pasajeros. Algunas vinieron con sus esposos e hijos, otras solas sin saber que les esperaba. Entre ellas estaba doña María Pio Núñez, doña Isabel de Barva, doña Eleuteria Salgado, doña Petrona Trejo, doña Petronila Araujo, Silvana Colindres y Terencia Borjas.
La travesía había estado llena de sinsabores, los galeones estaban infestados de ratas, cucarachas y chinches, hacer las necesidades era una verdadera tortura porque se tenían que acomodar a la orilla de la embarcación y olvidarse de la vergüenza pública. Durante el viaje la comida había sido buena los primeros días, pero después tuvieron que mantenerse a punta de alimentos enmohecidos, eran sinsabores que poco a poco se irían olvidando al instalarse en los parajes verdes de nieblas frías y perennes. Aquellas señoras llegaron desde España en caravanas con sus familias, esposos, hijos, sobrinos y criados.
Trajeron a Santa Lucía algún ganado, aves, semillas de trigo, plantas ornamentales y aromáticas, árboles frutales, y todo aquello que consideraban sería de mucha utilidad en al instalarse en su nuevo lugar de residencia, pero desde las costas emprendieron el camino hacia el centro de Las Honduras a lomo de caballo. Cuando se detenían por la noche hacían hogueras con leños secos de encino, ocote y roble, se sentaban alrededor a conversar sobre el mundo misterioso que recién descubrían, que sentían tan inmenso y deslumbrante y a la vez incierto.
Al principio creyeron que eran las primeras personas en Santa Lucía , se asentaron en los alrededores de la que después sería una ermita, pero luego se dieron cuenta que otras mujeres habían llegado desde Valladolid de Comayagua con sus esposos antes que ellas: señoras de las familias Díaz, Rodríguez, Henríquez, García, Godoy, Cerrato y otras. Los recién llegados fueron recibidos por las familias que ya estaban instaladas en el pueblo y les fue ofrecido hospedaje en la casona de la familia Díaz, que estaba ubicada cerca de un manantial de agua que años después llamaron Los Chorros, ahí llegaban todos los nuevos vecinos, el entusiasmo al ver a sus antiguas amistades y familiares de Extremadura llegar después de tan larga travesía era evidente, los abrazos y besos, las lágrimas, las ansias de contar los acontecimientos vividos y de saber cómo se vivía en la nueva tierra eran desesperantes.
Los hombres se unían para sembrar trigo en la falda de la montaña y pastaban el ganado en lo alto de las montañas. Hacían turnos para atender las siembras y el ganado, ya que la mayoría estaban ocupados en el trabajo extenuante de las minas. Las mujeres criaban gallinas, patos y pavos, sembraban geranios, rosas, lirios y claveles y hierbas aromáticas para sazonar las comidas: albahaca, romero, orégano, menta, a las orillas de los muros. En las huertas plantaron árboles de mangos, naranjas, limones y granadillas, algunos plantaron sidras, mandarinas y toronjas.
Pronto los jardines se llenaron de diferentes frutos que fueron creciendo paulatinamente. Los Salgado junto a los Trejo y Colindres plantaron mucha caña de azúcar para después dedicarse a producir las rapaduras de dulce. Las familias compartían cada cosa que conseguían, semillas, plantas, alimentos, en una especie de trueque, y algunos vendedores traían productos desde diferentes lugares para la venta, incluso comenzaron a pasar por el pequeño poblado pequeñas caravanas de gitanos que se quedaban algunos días bailando al son de violines y panderetas, y algunas damas iban a escondidas a buscarles para que les leyeran el destino en la palma de la mano.
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Diego Mexía había venido desde un lugar llamado Don Llorente y había conocido a Isabel de Barva en Comayagua, se había casado con ella cuando la muchacha apenas tenía dieciséis años, llevaban ocho años juntos y habían procreado cuatro hijos, el mayor tenía siete, se llamaba Diego, igual que su padre; las otras tres eran niñas, Isabel, Leonor y Casilda, que apenas tenía un año.
La alegría de Diego Mexía y de las amigas de doña Isabel de Barva fue perturbada repentinamente una mañana en que ella amaneció quejándose de un fuerte dolor en el estómago. Sus vecinas prepararon diferentes tizanas tratando de calmar sus malestares. Diego había notado que su mujer estaba más amarilla que una yema de huevo, y pensó que era por las grandes asoleadas que habían sufrido para llegar al pueblo, pero aquella mañana del 24 de julio, ella estaba prendida en fiebre; ni siquiera fue capaz de levantarse, a pesar de ser tan hacendosa.
Las mujeres se reunieron alrededor de su improvisado catre, y rezaron intensamente pidiendo su pronto alivio, le dieron píldoras de vida para que se recuperara de alguna indigestión; sin embargo a las diez de la mañana del 25 de julio de 1598, después de haber estado inconsciente por más de diez horas, expiró. La noticia de su muerte se dio a conocer inmediatamente a los vecinos, la consternación fue generalizada en el pueblo, todos sentían un afecto profundo por sus vecinos y parientes, entonces cada quien preparó raciones de pan, alimentos, café, dulce, aguardiente, tortillas, velas y flores y las llevaron a la casa de Diego, y lloraron y rezaron juntos hasta el día del entierro y muchos días después. Algunas mujeres iban provistas de cortinas de color purpura y blancas, candeleros de bronce para arreglar el altar.
El único consuelo que le quedó a Diego fue enterrarla en una de las gruesas paredes de la ermita que habían empezado a construir en 1570 los pobladores de Santa Lucía; Y en una lápida de madera, con muchos adornos de escultura hizo la siguiente inscripción” Aquí está sepultada Doña Isabel Barva mujer que de Diego Mexía. Murió a 25 de Julio de 1598 años a los 24 años de su edad. Rueguen a Dios por su anima con oración del pater-noster.”
Así Isabel de Barva se convirtió en la primera mujer sepultada en Santa Lucía, de la que se tenga conocimiento